viernes, 17 de agosto de 2012

Y ahora mi último relato...

Y tras las risas de haber leído mi primer poema, os paso mi último relato, un poquito más trabajado ;)
Se encuadra en el género de terror, aunque más bien es de ciencia ficción, así que no da tanto miedo como mi cuento de zombis. Bueno, ya juzgaréis por vosotros mismos:



                                               Un juicio justo

                                             Álvaro Pavón Romero


            —Este Tribunal del Santo Oficio, al la luz de los cargos que se le atribuyen en autoría al acusado, Rodrigo Peres, los cuales son: herejía, blasfemia, adivinación, lectura de horóscopos, falsa conversión, y brujería; declara culpable al acusado y lo condena a morir en la hoguera, para que el fuego purifique sus pecados y borre la huella de maldad que Satanás, con falsas tentaciones, le ha impreso, para que así Dios Todopoderoso, en Su infinita misericordia, juzgue por Sí mismo y le permita disfrutar de la vida eterna junto a los fieles en Su presencia y la de los ángeles. En el año del Señor de 1493.
El religioso padre De los Santos, encapuchado y vestido de negro, dejó de hablar y se santiguó mientras profería un entrecortado amén. El resto de los presentes, todos religiosos, inquisidores del Santo Oficio de Sevilla, imitaron su gesto y la sala reverberó con sus plegarias.
El acusado, Rodrigo Peres, permanecía frente a ellos, vestido con harapos, hincado de rodillas. Tenía barba de varios días y el pelo largo y desgreñado, y el cuerpo lleno de magulladuras, golpes, y un icor maloliente procedente de las bubas que cubrían su piel, producto todo ello de las torturas a las que había sido sometido y de la falta total de higiene de su celda.
Rodrigo Peres, el brujo de Sevilla, había vivido en la abundancia, y no sólo era conocido por ser rico, sino por ser además un adivino, lector y redactor de horóscopos. Era también un falso converso, un judío que no quería aceptar la fe verdadera. Durante años, había tenido suerte y nadie lo había molestado, pero la reciente desaparición de algunos de sus vecinos, reaparecidos más tarde en distintos lugares de la antigua judería, víctimas de diabólicos osarios; unido ello a que había sido visto hablando sobre la transmigración o rencarnación del alma tras la muerte, puso sobre aviso a los clérigos de la Santa Inquisición, quienes raudo acudieron para sacar una confesión al hereje. Tras tres semanas de tortura, confesó el reo finalmente y se atribuyó la autoría de los asesinatos, mas no quiso hablar de la rencarnación. Los jueces habían decidido hoy  quemarlo en la hoguera, de manera que pudiera arrepentirse en el último momento, mientras el fuego lo abrasaba lentamente.
El acusado se incorporó para que lo cargasen con cadenas y candados cuyo peso casi le hicieron precipitarse de nuevo contra el frío suelo de piedra. Peres, sin embargo se mantuvo en pie gracias a su fuerza de voluntad y su profundo rencor. Podrido en cuerpo y alma estaba, tan hundido en su miseria y mezquindad tras haber vivido años de la usura y el chantaje holgadamente, que, en vez de romper en lágrimas como era costumbre en los presos condenados, profirió insultos contra Dios, los santos y la Santa Iglesia. Los clérigos, escandalizados, se santiguaron y pidieron clemencia al cielo por el alma del reo, aunque en el fondo todos empezaban a temerse lo peor: que para la hora de la hoguera, Rodrigo Peres no se hubiera arrepentido, y por ello quedara condenado al lago de fuego por toda la eternidad.
Los carceleros propinaron un golpe seco al condenado, que perdió la consciencia en el acto y cayó al suelo, inerte.
—¿Está muerto? –preguntó con voz entrecortada el padre De los Santos, quién había pronunciado la sentencia. El golpe le había parecido excesivamente fuerte.
 —Aún respira, ilustrísima –respondió el carcelero más cercano al cuerpo del condenado, quien se había agachado para comprobar si a este todavía le quedaba aliento.
Optime –apuntó el inquisidor en latín—. Que aún tenga tiempo de arrepentirse antes de la hora acordada. Lleváoslo a la celda y procurad que sobreviva hasta mañana.
—A vuestros pies, ilustrísima –contestaron los carceleros con una breve reverencia.
Acto seguido se marcharon arrastrando de los brazos a Rodrigo Peres, inconsciente. Recorrieron los pasillos de la fría cárcel y lo arrojaron al interior de una sucia y mugrienta celda. Esta era estrecha, oscura, con el suelo cubierto de inmundicias. Las ratas campaban a sus anchas por la estancia, comiendo las porquerías que encontraban en las esquinas. El preso recuperó el sentido cuando los carceleros le vaciaron encima un cubo de agua helada. Luego, para divertirse, le propinaron una severa paliza, sin que el agredido tuviera fuerzas para defenderse siquiera. Lo dejaron al borde de la muerte, con los huesos rotos, en contra de las indicaciones del inquisidor, que lo quería vivo para el día siguiente. Se marcharon del lugar los carceleros, soltando sonoras y crueles carcajadas. Dejaron a Rodrigo Peres solo con su miseria y su rencor y su sed de venganza.



La tarde dio paso a la noche, y los ruidos de los animales nocturnos y los chasquidos de las ratas resonaban a lo largo del pasillo como malévolas risitas de demonios; demonios que se burlaban de Rodrigo Peres, el brujo judío que les había vendido su alma anteriormente, un trato que pronto iban a cobrarse.
El viejo reo, sumido en sentimientos de odio en vez de conciliación –consigo mismo y con Dios, como era habitual en los condenados—, ansiaba una segunda oportunidad con la que destruir a sus enemigos. Tan profundo era su odio y su rencor, que el propio Satanás se presentó en su celda aquella misma noche. Los pequeños demonios enmudecieron ante la presencia de su señor, y el ángel negro, aparecido en medio de una nube de azufre y fuego, con el cuerpo cubierto de cicatrices y marcas de los tormentos del infierno, y con el rostro deformado por su codicia y ambición, acudió presto a renovar su pacto con el reo. El contrato que Satanás le ofreció no era suculento; de hecho, significaba condenar su alma por segunda vez. No obstante, el pacto ofrecido era la segunda oportunidad que Peres deseaba para cobrarse su venganza, y la aceptó sin dudar.

Al día siguiente, cuando despuntaba el alba, los carceleros fueron a buscar al condenado a su celda. Lo primero que los saludó al abrir la gruesa puerta de madera fue el hedor fétido de podredumbre. Cuando entraron en ella, se encontraron al reo tirado en el mismo punto en el que lo dejaron apaleado la tarde anterior. Sin embargo, las paredes de la estancia estaban cubiertas por símbolos crípticos, diabólicos, pintados con la sangre de ratas muertas, cuyos cadáveres se hallaban burdamente amontonados en un rincón.
Los carceleros se asustaron y se santiguaron, yendo a buscar al inquisidor De los Santos para mostrarle tan horrendo espectáculo:
—Ahora hace pintadas satánicas. Mucho me temo que no ha renunciado a su herejía ni ha aceptado la fe auténtica –declaró el clérigo, con los ojos bañados en lágrimas—. Sacadlo a la plaza y entregádselo al verdugo. Aún puede pedir confesión ante Dios si así lo desea, antes de que el fuego lo consuma.
El inquisidor no perdía la esperanza: Rodrigo Peres aún podía redimirse, si él estaba dispuesto a ello.
Pero el condenado no se arrepintió. Caminó hasta la plaza donde lo condujeron los carceleros, y frente a las autoridades y el populacho, después de que se leyeran de nuevos sus cargos, fue quemado en la hoguera junto otros condenados. Muchos de los que murieron por el fuego ese día pidieron clemencia a Dios y por ello fueron aceptados en el Cielo tras su muerte. Rodrigo Peres, por el contrario, permaneció en silencio mientras se consumía lentamente, maldiciendo a todos los presentes con su mirada demente mientras le quedaron ojos para ello.

El mismo día, el inquisidor a cargo del caso Peres, el padre De los Santos, se reunió con otros dos clérigos del Santo Oficio de manera informal en una de las residencias eclesiásticas del barrio adyacente a la Catedral en construcción de Santa María de la Sede, para tratar asuntos relacionados con el testamento –inexistente— de Rodrigo Peres. A petición del Inquisidor General del Reino, la mayor parte de los bienes materiales del condenado se destinarían a obras de caridad. Su residencia en la vieja judería, sin embargo, se traspasaría a Íñigo Guzmán, el que fuera vecino de Peres, como recompensa por haber denunciado sus prácticas diabólicas al Santo Oficio. También se compensaría económicamente a las familias afectadas por los asesinatos perpetrados por Peres, y se las animaría a delatar a quienes pudieran haber sido cómplices del viejo brujo. El Inquisidor General, inquieto por los crímenes del ajusticiado, ya había preparado futuros pogromos para tratar de acabar con el constante peligro que representaban los falsos conversos en tierra cristiana.

Íñigo Guzmán, un hidalgo local, se congratuló al recibir la acomodada residencia de Peres, sabiendo además que al delatar al mezquino hereje había acabado con la serie de asesinatos que ensangrentaban las calles de su barrio. Gracias a esta buena herencia, el hidalgo contrajo matrimonio con una hermosa mujer acomodada, sobrina de un obispo importante, y de su casamiento nació al cabo de un año un niño sano y fuerte. El niño fue bautizado con el nombre de Hernando, y aunque en un principio fue muy querido por todos, la criatura no tardó en causar estupefacción en todos los que la conocieron, por su veloz desarrollo. En tres meses, ya poseía la constitución de un niño de un año, y a los siete, Hernando caminaba y corría sin ayuda y hablaba con soltura, aunque su voz poseía un timbre extraño, que a su padre le resultaba terriblemente familiar. A los dos años, el niño había aprendido a leer y a escribir y devoraba libros de todas las clases; físicamente aparentaba cerca de cinco o seis años, y eso inquietaba sobremanera a sus padres. Para entonces, los rasgos faciales de Hernando, severos y extrañamente caprinos evocaban en Íñigo Guzmán un rostro cuyo olvido había deseado, y que ahora sería imposible.
A los seis años, el niño aparentaba ya doce, y un año más tarde, Hernando creció en estatura, y adquirió la complexión atlética de un muchacho de dieciséis años bien alimentado. La constitución de su hijo y sus rasgos faciales cada vez más definidos a medida que se acercaba a la edad adulta hicieron a Íñigo Guzmán acusar a su mujer de adulterio, dado que aquel niño monstruoso no podía ser suyo. Estas acusaciones formuladas por el hidalgo llamaron mucho la atención de los vecinos, pero las influencias del tío obispo de su esposa sirvieron para que la Inquisición se mantuviera al margen del caso.
A medida que el niño crecía más y más el matrimonio iba siendo cada vez más desgraciado. Un día, cuando Hernando cumplió los diez años y su cuerpo aparentaba ya los diecinueve o veinte, su padre lo llevó de caza al bosque. Asegurándose de que el camino de vuelta era prácticamente imposible de hallar por alguien no experimentado –léase Hernando—, Íñigo empujó a su hijo del caballo –lo cual causó que este se golpeara la cabeza con una roca que quedó manchada de sangre— y salió huyendo tan rápido como el animal sobre el cabalgaba se lo permitía. Creyendo haberse deshecho para siempre de aquel horrendo bastardo, Íñigo alcanzó Sevilla riendo con malicia. Carcajeando traspasó el hidalgo el umbral de la puerta de su casa cuando se le cayó el alma a los pies: allí, atendido por su madre y los criados, Hernando se reponía tras un inofensivo golpe en la frente que apenas le había dejado marca. El muchacho miraba a su padre con rencor, e Íñigo tuvo claro que su venganza no tardaría en llegar.
Unos meses más tarde, numerosos testigos vieron a Hernando salir de su casa para dirigirse hacia el barrio de la Catedral, no muy lejano, donde pidió audiencia con el anciano padre De los Santos, inquisidor de Sevilla. Mientras Hernando se hallaba en la audiencia con el inquisidor, su madre descubrió el cadáver de Íñigo Guzmán en su residencia, terroríficamente mutilado, en una estancia cuyas paredes estaban cubiertas de diabólicos símbolos, pintados con la propia sangre del asesinado.
La consternación hizo presa del apacible barrio, que no había vivido crímenes semejantes desde los asesinatos perpetrados por Rodrigo Peres. Por ello, las autoridades recurrieron al padre De los Santos, que había llevado el caso Peres hacía diez años: hallaron al anciano sacerdote muerto en su residencia, tal y como a Íñigo Guzmán le había pasado, igualmente mutilado y descuartizado y con las mismas pintadas demoníacas en las paredes.



Durante semanas el Santo Oficio y el propio Inquisidor General del Reino se encargaron personalmente de resolver ambos asesinatos, cuya autoría acabó por atribuirse a dos falsos conversos que fueron condenados a morir en la horca. De Hernando Guzmán no se tenía ninguna noticia alguna. El último en verlo parecía haber sido un viejo inquisidor, el padre Castellar, amigo del padre De los Santos, a quien había ayudado en numerosos juicios con el Santo Oficio. La descripción que Castellar hacía de un hombre a quien había visto entrar en la casa del padre De los Santos poco después de que él hubiera terminado una visita de cortesía coincidía perfectamente con la del desaparecido Hernando.
El viejo cura, no obstante, atacado de los nervios, aseguraba que aquel hombre a quien había visto entrar en la casa de De los Santos con una perversa sonrisa, no podía ser otro –por sus rasgos faciales, gestos, y timbre en la voz— más que Rodrigo Peres rencarnado.



¡Un saludo a todos!

4 comentarios:

  1. Te seré sincera. Me ha gustado muchísimo y me ha enganchado hasta el final! En serio, tiene gancho y está genialísimamente redactada :) Te felicito Alvaro!!

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    1. ¡Gracias! No es uno de mis mejores relatos, pero considero que está bastante presentable. Me apetecía desde hace tiempo escribir un relato sobre la Inquisición, pero siempre quise darle a los inquisidores un matiz más humano (no sé si es la palabra más adecuada). Me refiero a que los inquisidores no hacían el mal por hacer el mal, sino por hacer el bien: ellos creían que estaban haciendo el bien. El mismísimo Inquisidor General del Reino, Torquemada, quien ordenó matar a miles de personas por sus creencias, requisaba las propiedades y pertenencias de los condenados y se la entregaba a los pobres como obras de caridad. De hecho, rara vez se quedó Torquemada con algo de lo requisado, como ahora parece que se cree. Por el contrario, el viejo inquisidor murió miserablemente en absoluta austeridad y pobreza, en un monasterio dejado de la mano de Dios... Mi intención era reflejar esa contradicción, ese dilema: ¿se puede hacer el mal para hacer el bien? Maquiavelo diría que sí, aunque yo prefiero pensar que NO, un no rotundo e inamovible.

      ¡Un saludo!
      Álvaro

      P.D: Ya trataremos este tema en Torrox cuando nos veamos allí. ¡Mil gracias por la invitación! :D

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  2. Felicidades, Álvaro, has hecho una obra digna de ti XDD Lo siento, he estado muy liado, por lo que hasta ahora no he tenido tiempo de leer semejante cuento. Me ha gustado mucho, en serio, sobre todo ese toque humano que dices que le das al Inquisidor. Yo pienso lo mismo, ¿sabes? Todo eso que hacían lo hacían para hacer el bien, otra cosa es que su visión del bien estuviese un poquitín desviada (muchísimo, vamos) Seguro que habrían Inquisidores desquiciados, pero seguramente la mayoría serían del estilo al padre De Los Santos.

    PD: No creo que tu obra pueda ser catalogada como ciencia ficción, más bien como terror simplemente, aunque no sea de esos cuentos de los que no te dejan dormir por las noches. Ten en cuenta que a excepción de los sucesos satánicos no tiene nada puramente ficticio, y la base para la ciencia ficción es que esté situado en un marco espacio-temporal completamente inventado y fundamentado en ciencias físicas, naturales y sociales

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    1. No soy un experto en ciencia ficción, pero todo lo que dices me parece acertado. Bueno, que me quedo con el género del terror, qué se le va a hacer ;). Gracias por tu opinión JD, ¡te lo agradezco!

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